
Tu sobredosis te sacó de mi vida sin previo aviso, desconcierta mis mañanas no hallarte ahí y por varios días te he buscado. Al terminar el día, con mi plan fallido, invento uno nuevo y corro, espero, recorro, me lleno de ilusiones y espero que mi mirada se ilumine con tu rostro, pero no llegas y quizás no llegarás.
Recuerdo la casualidad de todo esto y supongo que es mejor así, supongo que es mejor tu brazo agujereado trágicamente, el gato en la ventana, dispersas tus prendas en el suelo, un afiche añejo en la sucia muralla y las migajas que me dejaste. Tú permaneces helado, iluminado perfectamente como un dios, inmóvil y celeste, los pies descalzos te hacen más vulnerable, más muerto, y el remordimiento crece.
El efecto de las drogas te hacía indiferente con el resto, pero eras puntual; el resto era indiferente contigo, no te veía como lo hacía yo.
En los '90 las cosas son distintas: tu y yo huimos sin que nos importe la rutina, sin que nos importe el resto, tu y yo bebemos hasta la locura, compartimos la ropa, las discusiones, los macarrones con queso, la leche con el gato, las caricias desenfrenadas y las subterráneas. A veces nos sentimos tocados por el sol, la mayor parte del tiempo no es así y alucinamos juntos sobre tu antigua manta revuelta; a veces reímos sin un sentido real porque no hay mucho de que contentarse, ambos lo sabemos, estamos rotos.
Tu estás conmigo y la sobredosis es mía, yo muero y te inspira, pero no hay más sentido. Mueres porque yo muero. Visitábamos las sucias calles y eramos amigos de los gatos, enemigos de ese cuarto y muchas otras cosas, casi todas las cosas.
Tu sobredosis te saca de mi vida, tal vez no volverás a esta vida, no estarás de pie frente a mi esa fría mañana, no te contemplaré más, pero tendré un plan cada día por si no te drogaste de más.
María Ignacia Díaz Arellano