
Continúo, el frío congela mis manos y las hace torpes, la neblina me recuerda a Valparaíso y a todos los que me esperan ahí.
Entro a la catedral, la perfección del lugar me paraliza y luego de un lapsus infinito camino, el arcángel San Miguel mira el cielo divinamente desde su Munich, el vagabundo calienta sus manos cabizbajo al compás de su propia caricia en el torso; se me abomba la cabeza por el ayuno, pierdo el equilibrio y suena el órgano majestuosamente bajo la lúgubre iluminación del lugar.
Me giré para observar al patrono de esta ciudad desde el extremo opuesto y ahora espero, solo espero que estemos bajo su alero y doy gracias porque fue un prejuicio; no todos son tan fríos como creí, algunos perciben que no conozco el lugar, que no me siento parte y que en el fondo estoy sola aquí, sola ahora y mañana, y pasado como lo ha sido desde hace algún tiempo.
Respiro hondo en esta banca endeble, trato de llenarme de algo, de ese algo que me hace falta sin ustedes.
Debo continuar y el día está gris...
María Ignacia Díaz Arellano
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